Por: Sebastián Castro Betancur
Tener siempre miedo es como estar muerto en vida. Vivo pendiente de quién entra a la ducha, esperando en todo momento que sea aquella hermosa mujer de piernas perfectas, piel color canela y textura sedosa, que se baña como mínimo una vez al día y que aunque en ocasiones llegue exhausta y algo salpicada de sudor, es un placer incomparable acariciarla.
Pero cuando llega la hora de verlo a él, a ese sujeto, me tiembla todo. Sólo de escuchar sus pesados pies, en cada paso por el corredor que conduce a este baño, es asqueroso, es repulsivo. No logro entender cómo puede alguien ser tan gordo, oler tan feo y lo que es peor, tener tantos pelos en su cuerpo. Me dan ganas de desmayarme sólo de recordar cuando me toma con sus obesas manos y comienzo a sentir la fricción de cada bello pasando por mi mojado y delicado cuerpo.
Lo único rescatable de todo esto, es que sólo tengo que padecerlo una vez por semana, pues para colmo de su desaseo, el sólo se baña los miércoles. Así es, cada miércoles es el mismo martirio, no se cuál de los dos va a entrar primero, igual que hoy.
Temprano, en la mañana, cuando aún estaba bostezando, sentí que se aproximaba alguien, mis sentidos aún estaban algo torpes, por lo que no podía saber con certeza de qué personaje se trataba hasta no tenerlo en frente.
Después de unos segundos que parecieron horas, sentí como corrían la cortina; para mí tranquilidad observé cómo cada esbelta pierna, entraba para decirme que tenía motivos para sonreír. Era ella, se tomó su tiempo para regular el agua y luego se metió en el tibio chorro hasta quedar completamente mojada.
Me miró y me tomó con sus delgados dedos, sin oponer resistencia cerré los ojos y disfrute del mágico recorrido por tan suave piel. Apenas terminó de enjabonarse, me dejó en mi puesto, se enjuagó y se fue dejándome extasiado en una cama de burbujas.
De pronto, sentí como pasó por mi mente, un fugaz y espantoso recuerdo. Había llegado la hora de vivir el terror del jabón.
Ahí estaba yo, sin poder esconderme en mi jabonera, a merced de mi más grande miedo y con la seguridad de que sólo una persona sería la siguiente en entrar. De pronto abrieron la puerta principal y sólo más terrible que el chillido del metal oxidado, fue ver el contorno turbio de esa persona detrás de la cortina, acercándose cada vez más, para ingresar a mi húmeda guarida.
¿Será qué me tiro? pensé mientras veía al vacio terminar en esa clara baldosa que daba al desagüe, pero no, no puedo. ¿Qué hago? ya no hay tiempo de nada, me dije.
Mis ojos ya no podían mirar a otro lado, mas que a esa cosa llena de pelos negros oculta entre el brazo de ese sujeto, la cual despedía un olor a muerto, quizás el único capaz de salir de allí, el olor.
De repente me agarró con la fe de aumentar mi agonía, arrastró mi cuerpo por su figura obesa, velluda y mal oliente, al punto de sentir que mis fuerzas se iban poco a poco y mi respiración se hacía cada vez más lenta
Entre los que parecían ser mis últimos suspiros, sólo pude llegar a al conclusión de que era un cobarde, ¿porqué vivir todo esto si me pude haber lanzado?
El martirio continuaba, trataba de escupir cuanto pelo entrara en mi boca, pero me era imposible, eran demasiados al tiempo. Ya ni ver en que lugar estaba me era posible y ese fétido olor me adormecía…. y me adormecía.
Así fue como comenzaron a pasar los más lindos recuerdos por mi mente, entre los que estaban esas esbeltas piernas de mi amada, esa piel, y esa sensación de placer que me hicieron tomar fuerza para deslizarme entre sus dedos y caer al desagüe, aquel al que había esperado llegar hace un rato.
Él, trató de agacharse sosteniéndose de la pared, pero su corpulencia exagerada se opuso a ejecutar tan extrema maniobra; por lo que no tuvo más remedio que rendirse y eliminar los rastros que aún quedaban de mí, cerrar la llave del agua e impotente marcharse.
Y aquí estoy yo, cubierto por una capa de pelos y consiente de que mi nueva apariencia no me ayudará a regresar a la jabonera.